La columna a la que ataron al Señor de Azotes podría haber sido de piedra o madera, mucho más fiel a la realidad de la escena, pero los hermanos tal vez pensaron que al atarle a una hermosa pieza de carey y nácar, el sufrimiento sería menor por la devoción puesta en la ofrenda y el dolor de los latigazos se mitigaría al ver el cariño de sus hijos.
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Desde San Juan, una Virgen joven, con aires alegres, en un joyero que atesora los más hermosos secretos, atraviesa las calles de una Ciudad entregada a su hermosura y que, en la mañana del Domingo de Ramos quisiera bailar con Ella.
Sus hombres de trono consiguen contagiarnos la ilusión de un universo de emociones que solo puede entenderse en esta bendita tierra de María Santísima, mirando a la cara de la Niña de San Juan.
Ella sabe que Jesús siempre miró de cerca el dolor de las mujeres.
Ella sabe de la amargura de esa mujer que un día ve levantarse la mano y que otro recibe las heridas a través de las palabras y, finalmente, encuentra su cuerpo lleno de golpes.
Ella sabe de las consecuencias terribles de esas magulladuras y de las lágrimas en la soledad de la noche.
¡Virgen de Lágrimas! Concédenos los Favores para creer que es posible humanizar el mundo.
Ayúdanos a cambiar, porque somos nosotros los que debemos crear otro modo de ser y de estar, de sentir y de intuir.
Y empújanos a exclamar: ¡ya basta, ni una más!
Jesús fue fijado con tres clavos de hierro que le taladraban las manos y los pies, y levantaron su Cruz en la iglesia de San Juan, sin que los sayones se atrevieran ni a mirarle a la cara, mientras tiraban con crueldad de las sogas anudadas al madero.
El crujido de la cuerda, el roce con la tierra, los gritos de dolor, son ahogados por las cornetas y los tambores en los momentos en el que el Señor de la Exaltación es alzado en su Calvario malagueño.
Luego, un profundo silencio.
Y en silencio, regresa María junto al Hijo. En el arco de campana de su trono, la torre de San Juan, cual minarete de Amor que le recuerda el camino a casa.
Filigrana en el palio, farolitos de luz en sus arbotantes para encender los corazones que miran el Mayor Dolor de la Virgen y en sus manos, la corona de la resignación de unos, de la indiferencia de otros, de la desconfianza de algunos y del cariño de todos.
La Muerte no es el final del camino. El camino hacia la vida después de la muerte se extiende por Málaga y las voces de los paracaidistas se unen en un canto de oración y de esperanza a su Cristo de Ánimas de Ciegos.
Protector de soldados, hasta el acuartelamiento de la brigada de Paracaidistas de Madrid se ha trasladado, a ritmo de bolero, para que durante el resto del año los preserve de todo mal.
Guardián de los invidentes, luz que ilumina a los ciegos de corazón que un día deciden seguirlo.
Y en la madrugada del Viernes Santo, cuando el silencio se apodere de la noche, el Cristo de la Vera Cruz, un año más, acudirá a la Santa Catedral con velas verdes, cuan savia viva del árbol fecundo, génesis de la Vida, de la Vida que entrega Jesús.
Los primeros rayos de luz se hacen presentes a través de las vidrieras.
El silencio se rompe con el rezo, con la delicada música de la capilla.
La nube de incienso asciende a las cúpulas en un momento de recogimiento, de ruptura, de sentimientos encontrados, de comprender que detrás de la muerte nos espera la vida. Una vida frondosa y fértil como el árbol de la Cruz, que sólo podremos comprender
cuando nuestros corazones acepten el mensaje de Jesús.
La Muerte nunca es el final del camino.
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Señora de la Vida que resume en su mirada la Esperanza, Amparo y Amor, Dolores, Consolación y Trinidad, Angustias, Merced y Piedad, Lágrimas, Fe y Consuelo, Gracia, Rosario, la O, Mayor Dolor y Amargura, Dulce Nombre, Patrocinio y Salud, Perdón, Rocío y Penas, Estrella, Auxilio y Gran Poder, Paloma, Concepción, Soledad y Paz … Monte Calvario y Victoria en la sinfonía más perfecta de todas las virtudes, y de todas Ellas, la mayor: su Bendita y Dulce CARIDAD.